Sin palabras
Productores, jefes de marketing y espíritus creativos
desgastan sus neuronas intentando averiguar cómo se puede mantener la clientela
de las salas oscuras. Hacen remakes de películas que
convenía dejarlas como estaban, utilizan el 3D hasta en la sopa,
rutinariamente, con la avidez de vender entradas más caras a cambio de ofrecer
el más difícil todavía, le ofrecen protagonismo exclusivo a los efectos
especiales, creen que algo debe cambiar pero no tienen muy claro qué.
Pero, como en los cuentos de hadas, érase una vez en la que un productor
llamado Thomas Langmann financió un proyecto con apariencia suicida, una
película muda y en blanco y negro. Ocurrió al final de la primera década del
tercer milenio, cuando ninguna televisión exhibía cine en blanco y negro en la
certidumbre de que no las vería ni Dios, cuando casi todos los niños ignoraban
que habían existido dos maravillosos hacedores de risa e incluso de lágrimas
(lo segundo solo en el caso de Chaplin, la poética de Keaton no se permitía el
sentimentalismo), cuando los agoreros o el realismo aseguraban que iban a
desaparecer cosas, rituales y costumbres que habían donado entretenimiento,
alegría, emoción, consuelo y felicidad a la gente de cualquier parte. Se
titulaba The artist y la parió Michel
Hazanavicius, un soñador dotado de fe inquebrantable en su criatura. Y cuentan
las crónicas que esa película presuntamente descabellada enamoró a un público
numeroso, le concedieron oscars y multitud de premios e
incluso esos seres tan raros cuyo exótico trabajo consistía en hacer críticas
de cine le concedieron su solemne bendición. Y si todas esas apetecibles y
lógicas cosas no hubieran ocurrido con The artist, daría igual. Nadie
podría despojarla de su condición natural de joyita, o de joya a secas.
La historia que narra esta admirable
película se ha contado muchas veces (no solo los cinéfilos recuerdan lo que
ocurría entre James Mason y Judy Garland en Ha nacido una
estrella, también está el recuerdo agradecido del gran público), pero el talento de
Hazanavicius logra que suene a algo nuevo, o que no te importe que te la
vuelvan a contar. Sigue las reglas clásicas que marcaron una época en la que el
cine no había perdido la inocencia, incluida la milagrosa salvación en el
último momento. Algunos listorros deducirán que se sabían esta película de
principio a fin y que dado el infinito valor del tiempo no tiene sentido
desperdiciarlo. Allá ellos.
Sin el menor rasgo de impostura, sin juguetear frívolamente con la
nostalgia, sin estomagantes moderneces, Hazanavicius construye una tragedia que
comenzó con risas. Habla de un rey del cine mudo, vitalista, generoso,
elegante, seductor sin esfuerzo, con la seguridad tranquila del que ha vivido
largamente los días de vino y rosas, que no ha previsto el ocaso, lo inadecuado
de su personalidad para seguir triunfando cuando el cine empieza a hablar,
cuando lo que antes era esplendoroso ahora resulta anacrónico o ridículo. Este
hombre acorralado, que como aquel personaje de Fitzgerald ya puede hablar con
la autoridad que le otorga el fracaso, que cree haberlo perdido todo, que
intenta mantener la dignidad en medio de alcohol amargo y la ruina, aún
dispondrá de la última oportunidad, otorgada por una triunfadora enamorada, por
alguien con memoria y corazón que se ha adaptado brillantemente a los códigos
del nuevo mundo.
Todo fluye con inteligencia, gracia y sentimiento en The artist. Incluida una secuencia tremenda e inolvidable en la
que el protagonista empieza a ser consciente de los sonidos de la realidad y de
cómo afectarán al cine. Dispone del espléndido actor Jean Dujardin y de la
seductora y radiante actriz Bérénice Bejo, acompañados de secundarios
magistrales como John Goodman y James Cromwell. Y todos los espectadores con
cerebro y corazón en un determinado momento nos ponemos a bailar claqué aunque
no sepamos. Y aplaudimos. Y salimos del cine con una sonrisa duradera y el alma
gozosa.
Exacto. Recuerdo que en Sevilla "salimos del cine con una sonrisa duradera y el alma gozosa". ¡No sé como lo sabe el Boyero este, pues yo no iba con él, sino con mi Yoli! ¡Estamos vigilaos!
ResponderEliminar¿Lo sabes o lo intuyes?
ResponderEliminarDespués del ciclo Futuros Presentes ¿no te ha quedado claro?
El Gran Hermano nos vigila. Un Polifemo con traje gris.
¡Esto es el Show de Truman!